Como si de cuerpos celestes se tratara, la conjunción de las
elecciones municipales, cuyo ciclo es de cuatro años, y las del Parlamento
Europeo, de cinco, no volverá a darse hasta dentro de veinte años. Dada la
aceleración del tiempo, pensar cómo serán entonces Europa y sus ciudades puede
producir vértigo. Tal vez sea esta la razón por la cual candidatos y comentaristas se hayan
detenido poco en extraer significados políticos de la relación entre la Unión
Europea y los pueblos y ciudades que la configuran, ejercicio que parecía propiciar
la coincidencia electoral.
Aunque los problemas globales como el cambio climático y la
necesidad de regular los monopolios digitales han permitido a más ciudadanos
europeos comprender la funcionalidad y, por tanto, la necesidad de un ente
político supraestatal muy comprometido además con los derechos humanos, Europa
sigue pareciendo, en general, demasiado abstracta. Los motivos que inducen a esta
percepción son bien conocidos y, en buena medida, reales, pero esto no
significa que sea una percepción acertada, sobre todo si justifica el
escepticismo, la abstención o la oposición a construirla.
En realidad, estas actitudes son un contrasentido porque ya
vivimos en ciudades y pueblos de esta Europa. La conjunción electoral debería
servir, en primer lugar, para recordar, celebrar y agradecer el enorme
ejercicio de solidaridad europea que ha permitido transformar nuestros
hábitats. Esta transformación ha elevado nuestra calidad de vida mucho más allá
de lo que hubieran permitido los ingresos del trabajo en unas condiciones
ambientales más parecidas a las que teníamos anteriormente. De este modo, los
pueblos y ciudades expresan ya qué es Europa, y nos permiten vivirla
concretamente, día tras día. Ser europeos consiste en este modo de vivir que
nos hace copartícipes de una identidad más amplia.
Cuenta Richard Sennet en su libro Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, que
la ciudad, la polis, no era para los
griegos del tiempo de Pericles un simple hábitat sino el lugar donde las
personas alcanzaban la unidad. Naturalmente, compartían lo que escribió
Aristóteles en su Política: “una
ciudad está compuesta por diferentes clases de hombres; personas similares no
pueden crear una ciudad”. Pericles participó
activamente en la construcción del Partenón dedicado a la diosa Atenea en lo
alto de la colina porque creía firmemente que, al poder ser admirado por todos
y desde todos los ángulos, se convertiría en símbolo y, a la vez, en artífice
de la unidad de la ciudad.
Hoy, cuando ni siquiera hay dioses que compartir, a nadie se
le ocurriría por descabellado e inútil (confío no dar ideas a políticos
extravagantes) construir un Partenón en la cima del Mont-Blanc. La escala más
apropiada para la construcción de la nueva identidad en el seno de la Unión Europea
no la constituyen sus extensos y variables límites territoriales sino la ciudad
del siglo XXI, una realidad supramunicipal muy ausente del debate político. Recurro,
por tanto, de nuevo a Pericles en busca de cómo hacerlo y, concretamente, a su Oración fúnebre donde encomienda a los
atenienses que se enamoren de la ciudad.
Pasada la posible sorpresa, se entenderá que no es un modo anacrónico porque
probablemente ya hemos experimentado esta emoción alguna vez, o lo haremos en
el futuro. Es una experiencia que produce alegría y que no tiene por qué restringirse
a la ciudad propia de cada uno: podemos enamorarnos de otra ciudad hasta
quedarnos a vivir en ella, visitarla con frecuencia o mantenerla viva en el
recuerdo. En cualquiera de sus formas, ayuda a conocernos y a reconocernos los
unos a los otros.
Comentario a parte y bien humorado merecen los estudiantes
del programa Erasmus que suelen tomarse la plegaria de Pericles al pie de la
letra. Al fin y al cabo, el griego también entendía que amar a los ciudadanos
forma parte del enamoramiento por la ciudad. La Comisión Europea estima que un
tercio de los “erasmus” establece relaciones de pareja estable con estudiantes
de otros países. En treinta años, de estos amores han nacido más de un millón
de nuevos europeos. Nadie se atreve a poner cifras a los encuentros menos
estables y más diversos entre nuestros jóvenes… Además, las luchas de género han
establecido un precedente político que acabará por imponerse en todos los
ámbitos: ninguna identidad puede ser negada.
La juventud aprende, trabaja (cuando puede), y se entrelaza
libremente por las ciudades de Europa. También propone y lucha. Esta realidad de
enorme potencial es también una metáfora del futuro. La unidad europea será una
superposición de unidades entrelazadas, respetadas y reconocidas. Su
construcción es una gran aventura, todo se mueve, hay incertidumbres y riesgos,
errores e incomprensiones, pero somos muy afortunados de poder vivirla.
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