dissabte, 25 de maig del 2019

Europa y sus ciudades.


Como si de cuerpos celestes se tratara, la conjunción de las elecciones municipales, cuyo ciclo es de cuatro años, y las del Parlamento Europeo, de cinco, no volverá a darse hasta dentro de veinte años. Dada la aceleración del tiempo, pensar cómo serán entonces Europa y sus ciudades puede producir vértigo. Tal vez sea esta la razón por la cual candidatos y comentaristas se hayan detenido poco en extraer significados políticos de la relación entre la Unión Europea y los pueblos y ciudades que la configuran, ejercicio que parecía propiciar la coincidencia electoral.

Aunque los problemas globales como el cambio climático y la necesidad de regular los monopolios digitales han permitido a más ciudadanos europeos comprender la funcionalidad y, por tanto, la necesidad de un ente político supraestatal muy comprometido además con los derechos humanos, Europa sigue pareciendo, en general, demasiado abstracta. Los motivos que inducen a esta percepción son bien conocidos y, en buena medida, reales, pero esto no significa que sea una percepción acertada, sobre todo si justifica el escepticismo, la abstención o la oposición a construirla.
En realidad, estas actitudes son un contrasentido porque ya vivimos en ciudades y pueblos de esta Europa. La conjunción electoral debería servir, en primer lugar, para recordar, celebrar y agradecer el enorme ejercicio de solidaridad europea que ha permitido transformar nuestros hábitats. Esta transformación ha elevado nuestra calidad de vida mucho más allá de lo que hubieran permitido los ingresos del trabajo en unas condiciones ambientales más parecidas a las que teníamos anteriormente. De este modo, los pueblos y ciudades expresan ya qué es Europa, y nos permiten vivirla concretamente, día tras día. Ser europeos consiste en este modo de vivir que nos hace copartícipes de una identidad más amplia.

Cuenta Richard Sennet en su libro Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, que la ciudad, la polis, no era para los griegos del tiempo de Pericles un simple hábitat sino el lugar donde las personas alcanzaban la unidad. Naturalmente, compartían lo que escribió Aristóteles en su Política: “una ciudad está compuesta por diferentes clases de hombres; personas similares no pueden crear una ciudad”. Pericles participó activamente en la construcción del Partenón dedicado a la diosa Atenea en lo alto de la colina porque creía firmemente que, al poder ser admirado por todos y desde todos los ángulos, se convertiría en símbolo y, a la vez, en artífice de la unidad de la ciudad.
Hoy, cuando ni siquiera hay dioses que compartir, a nadie se le ocurriría por descabellado e inútil (confío no dar ideas a políticos extravagantes) construir un Partenón en la cima del Mont-Blanc. La escala más apropiada para la construcción de la nueva identidad en el seno de la Unión Europea no la constituyen sus extensos y variables límites territoriales sino la ciudad del siglo XXI, una realidad supramunicipal muy ausente del debate político. Recurro, por tanto, de nuevo a Pericles en busca de cómo hacerlo y, concretamente, a su Oración fúnebre donde encomienda a los atenienses que se enamoren de la ciudad.  Pasada la posible sorpresa, se entenderá que no es un modo anacrónico porque probablemente ya hemos experimentado esta emoción alguna vez, o lo haremos en el futuro. Es una experiencia que produce alegría y que no tiene por qué restringirse a la ciudad propia de cada uno: podemos enamorarnos de otra ciudad hasta quedarnos a vivir en ella, visitarla con frecuencia o mantenerla viva en el recuerdo. En cualquiera de sus formas, ayuda a conocernos y a reconocernos los unos a los otros.

Comentario a parte y bien humorado merecen los estudiantes del programa Erasmus que suelen tomarse la plegaria de Pericles al pie de la letra. Al fin y al cabo, el griego también entendía que amar a los ciudadanos forma parte del enamoramiento por la ciudad. La Comisión Europea estima que un tercio de los “erasmus” establece relaciones de pareja estable con estudiantes de otros países. En treinta años, de estos amores han nacido más de un millón de nuevos europeos. Nadie se atreve a poner cifras a los encuentros menos estables y más diversos entre nuestros jóvenes… Además, las luchas de género han establecido un precedente político que acabará por imponerse en todos los ámbitos: ninguna identidad puede ser negada.

La juventud aprende, trabaja (cuando puede), y se entrelaza libremente por las ciudades de Europa. También propone y lucha. Esta realidad de enorme potencial es también una metáfora del futuro. La unidad europea será una superposición de unidades entrelazadas, respetadas y reconocidas. Su construcción es una gran aventura, todo se mueve, hay incertidumbres y riesgos, errores e incomprensiones, pero somos muy afortunados de poder vivirla.