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dimarts, 10 de setembre del 2024

Els USA per John Carlin


En John Carlin és un analista polític amb el que comparteixo molts punts de vista. Aquest estiu ha publicat a la Vanguardia, on escriu regularment, un article sobre la vida als Estats Units que em sembla particularment encertat. Aquí el teniu, avui que és el dia del primer debat entre Harris i Trump.

Els USA per John Carlin

Leo esto en The New York Times : “Organizar una boda se ha vuelto tan caro que algunas parejas están pidiendo a sus invitados que paguen por asistir a la ceremonia”. Lo releo. Sí, lo había entendido a la primera. Sigo leyendo y veo que hay novios que piden entre 300 y 450 dólares “por entrada”. Algunos pagan, resulta. Bastantes. Es cara una boda y aceptan la lógica. Somos amigos, pero también clientes.

Estamos hablando de Estados Unidos, claro, descrito por Kamala Harris el jueves como “la democracia más grande de la historia”. Lo dijo durante el discurso en el que aceptó la nominación como candidata presidencial del Partido Demócrata. Tenía que decirlo. Apelar al pa­triotismo es obligatorio para cualquier aspirante serio al despacho oval.

¿Pero Harris se lo habrá creído? ¿Sus fieles en el pabellón de Chicago también? No sé, pero yo no me lo creo. Para nada. Primero, ¿gran democracia? ¿Una que admite la posibilidad de que una persona tan poco seria como Donald Trump sea presidente no una sino dos veces? Segundo, ¿país ejemplar? ¿Modelo que seguir? ¿Lo mejor de lo que ha sido capaz la humanidad? No me joroben.

Estados Unidos es un gran experimento fallido. Será el país más potente e influyente de la historia, sí, pero como sociedad es un espanto. De las naciones ricas es la que tiene la expectativa de vida más baja, la única que no ofrece salud pública universal, la única que no tiene vacaciones pagadas por ley, la que menos ayuda estatal da a los desafortunados. Ser brillante allá, o afortunado, tiene más recompensa económica que en cualquier país europeo, eso sí. Ser rico es ser muy rico. Pero ser pobre es tener una calidad de vida escuálida. Mil veces más digno serlo en Sanlúcar de Barrameda que en las junglas de Chicago o Detroit.

¿Sabían que un parto en Estados Unidos cuesta más de diez mil dólares? ¿Sabían que de los casos anuales de bancarrota personal dos tercios se deben a la necesidad de pagar por atención médica? ¿Sabían que muchos van a Canadá o a México a comprar sus medicinas? ¿Sabían que la media de vacaciones anuales que se toman allá es cuatro días? Y ni hablar de la criminalidad. De los países ricos, los que Harris llamaría “democracias”, no hay ninguno que tenga un índice de homicidios más alto, más armas de fuego per cápita (390 millones en manos de civiles, o 1,2 por persona) o más personas en la cárcel. La venganza vence al perdón: poca sorpresa en un país cuya religión dominante se guía más por el Antiguo que por el Nuevo Testamento.

En semejante contexto, que un invitado tenga que pagar por ir a una boda tampoco es tan extraño si lo pensamos. Es consecuente con una sociedad tan burdamente transaccional que las relaciones personales se reducen como norma a un intercambio comercial. El dinero se valora por encima de todo, la amistad incluida. He vivido en Estados Unidos. Conozco el país bien. Raro que alguien te invite a algo sin que se suponga que le vayas a devolver el favor. Un gesto de generosidad no es generoso, no se queda ahí. Automáticamente se supone que queda una deuda por pagar.

¿Qué más novedades nos deparará la gran democracia norteamericana? ¿Vender billetes para un funeral o (quizá para ayudar a cubrir el precio del parto) un bautizo? ¿Cobrar a las visitas por una cerveza o un café? OK. Estoy siendo un poco injusto. Hay muchos estadounidenses que no son así, entre ellos, buenos amigos míos. Y es verdad que las bodas suelen ser absurdamente caras. La media de lo que se paga por ellas en Estados Unidos es 35.000 dólares. Tengo una recomendación basada en mi experiencia personal.

Celebré mi segunda boda en San Francisco, California. (La primera, en Nicaragua, fue más cara y convencional.) Invitamos a ocho personas: dos parejas, tres niños y el cura, un amigo que tenía un papel que le permitía celebrar matrimonios. El recinto (una playa, China Beach) me salió gratis. Los amigos nos obsequiaron, por sorpresa, una limusina cómicamente larga en la que todos los invitados cupieron. La cena en un restaurante la cubrí yo. Gasto total: unos 600 dólares.

Es un simpático recuerdo, como ­muchos que tengo de Estados Unidos. Pero en general, en cuanto a concepto de vida, los yanquis se equivocan. No habitan el país más grande del mundo. Hay muchos, España por ejemplo, que están a años luz.

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