En John Carlin és un analista polític amb el que comparteixo molts punts de vista. Aquest estiu ha publicat a la Vanguardia, on escriu regularment, un article sobre la vida als Estats Units que em sembla particularment encertat. Aquí el teniu, avui que és el dia del primer debat entre Harris i Trump.
Els USA per
John Carlin
Leo esto en The New York
Times : “Organizar una boda se ha vuelto tan caro que algunas parejas
están pidiendo a sus invitados que paguen por asistir a la ceremonia”. Lo
releo. Sí, lo había entendido a la primera. Sigo leyendo y veo que hay
novios que piden entre 300 y 450 dólares “por entrada”. Algunos pagan, resulta.
Bastantes. Es cara una boda y aceptan la lógica. Somos amigos, pero también
clientes.
Estamos hablando de Estados
Unidos, claro, descrito por Kamala Harris el jueves como “la democracia más
grande de la historia”. Lo dijo durante el discurso en el que aceptó la
nominación como candidata presidencial del Partido Demócrata. Tenía que
decirlo. Apelar al patriotismo es obligatorio para cualquier aspirante serio
al despacho oval.
¿Pero Harris se lo habrá creído?
¿Sus fieles en el pabellón de Chicago también? No sé, pero yo no me lo creo.
Para nada. Primero, ¿gran democracia? ¿Una que admite la posibilidad de que una
persona tan poco seria como Donald Trump sea presidente no una sino dos veces?
Segundo, ¿país ejemplar? ¿Modelo que seguir? ¿Lo mejor de lo que ha sido capaz
la humanidad? No me joroben.
Estados Unidos es un gran
experimento fallido. Será el país más potente e influyente de la historia, sí,
pero como sociedad es un espanto. De las naciones ricas es la que tiene la
expectativa de vida más baja, la única que no ofrece salud pública universal,
la única que no tiene vacaciones pagadas por ley, la que menos ayuda estatal da
a los desafortunados. Ser brillante allá, o afortunado, tiene más recompensa
económica que en cualquier país europeo, eso sí. Ser rico es ser muy rico. Pero
ser pobre es tener una calidad de vida escuálida. Mil veces más digno serlo en
Sanlúcar de Barrameda que en las junglas de Chicago o Detroit.
¿Sabían que un parto en Estados
Unidos cuesta más de diez mil dólares? ¿Sabían que de los casos anuales de
bancarrota personal dos tercios se deben a la necesidad de pagar por atención
médica? ¿Sabían que muchos van a Canadá o a México a comprar sus medicinas?
¿Sabían que la media de vacaciones anuales que se toman allá es cuatro días? Y
ni hablar de la criminalidad. De los países ricos, los que Harris llamaría
“democracias”, no hay ninguno que tenga un índice de homicidios más alto, más
armas de fuego per cápita (390 millones en manos de civiles, o 1,2 por persona)
o más personas en la cárcel. La venganza vence al perdón: poca sorpresa en un
país cuya religión dominante se guía más por el Antiguo que por el Nuevo
Testamento.
En semejante contexto, que un
invitado tenga que pagar por ir a una boda tampoco es tan extraño si lo
pensamos. Es consecuente con una sociedad tan burdamente transaccional que las
relaciones personales se reducen como norma a un intercambio comercial. El
dinero se valora por encima de todo, la amistad incluida. He vivido en Estados
Unidos. Conozco el país bien. Raro que alguien te invite a algo sin que se
suponga que le vayas a devolver el favor. Un gesto de generosidad no es
generoso, no se queda ahí. Automáticamente se supone que queda una deuda por
pagar.
¿Qué más novedades nos deparará
la gran democracia norteamericana? ¿Vender billetes para un funeral o (quizá
para ayudar a cubrir el precio del parto) un bautizo? ¿Cobrar a las visitas por
una cerveza o un café? OK. Estoy siendo un poco injusto. Hay muchos
estadounidenses que no son así, entre ellos, buenos amigos míos. Y es verdad
que las bodas suelen ser absurdamente caras. La media de lo que se paga por
ellas en Estados Unidos es 35.000 dólares. Tengo una recomendación basada en mi
experiencia personal.
Celebré mi segunda boda en San
Francisco, California. (La primera, en Nicaragua, fue más cara y convencional.)
Invitamos a ocho personas: dos parejas, tres niños y el cura, un amigo que tenía
un papel que le permitía celebrar matrimonios. El recinto (una playa, China
Beach) me salió gratis. Los amigos nos obsequiaron, por sorpresa, una limusina
cómicamente larga en la que todos los invitados cupieron. La cena en un
restaurante la cubrí yo. Gasto total: unos 600 dólares.
Es un simpático recuerdo, como muchos
que tengo de Estados Unidos. Pero en general, en cuanto a concepto de vida, los
yanquis se equivocan. No habitan el país más grande del mundo. Hay muchos,
España por ejemplo, que están a años luz.
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