Antoni Puigverd ha publicat avui a La Vanguardia un magnífic article sobre l'esperit franquista que, ben amagat durant anys, ha reaparegut a la societat i la política espanyoles. Aquí el teniu.
No me extraña que el franquismo
sea revisitado amablemente por las élites económicas y culturales españolas. Es
el sustrato adecuado al cambio que preparan hacia una democracia iliberal. La
derecha nacionalista hace años que se preparaba para esta batalla, que empezó
José María Aznar disfrazado de Cid Campeador, espada y casco en mano,
fotografiado por Luis Magán en el castillo de Villafuerte de Esgueva
(Valladolid) en un reportaje de El País de 1987.
Todos los que vivimos una parte
de nuestra vida bajo el franquismo, recordamos perfectamente que, de los mitos
nacionales que nos inyectaban en vena (escuela, Nodo, RNE, TVE), el Cid era uno
de los más idealizados. La historia académica actual lo describe como un
caudillo mercenario enfrentado o aliado a varios reyes peninsulares, al estilo
de Evgueni Prigojin, fundador del ejército mercenario Wagner que murió en una
revuelta contra Putin. En los años del franquismo, en cambio, el Cid fue el
mito del coraje y la lealtad, un antecedente del propio Franco, sublevado
contra el poder republicano para devolver a España a sus esencias.
El Cid formaba parte del Olimpo
nacionalista español, ensalzado durante el franquismo, junto con los católicos
reyes unificadores, con Felipe II y su imperio donde “nunca se ponía el sol”,
Guzmán el Bueno y la primacía de la patria por encima incluso de la familia, de
José Antonio Primo de Rivera, líder de la Falange y mártir de la
Cruzada y, por supuesto, del propio Caudillo, capaz
de imponerse a sangre y fuego, pero también con frialdad glacial de
sentenciador a muerte, y, aún con astucia de inaugurador de pantanos, de
servicial anticomunista de los americanos, de vendedor de seiscientos y de
constructor de pisos sociales, cuarenta años de férrea dictadura y crecimiento
económico sostenido.
Aznar, que es un año mayor que
yo, era la destilación genuina de aquella dictadura, al igual que mis
compañeros antifranquistas y yo, éramos su vómito reactivo.
Franco murió en cama, tras una
agonía valleinclanesca, en la que lo fúnebre y lo grotesco, el tradicionalismo
y la modernidad cínica se confundían. El libro autobiográfico del rey emérito
tiene, en medio de tantas anécdotas prescindibles, una rara virtud: traducir
con ingenuidad su agradecimiento y su lealtad de fondo al dictador que restauró
en su persona la monarquía.
¿Se puede ser rey durante muchos
años y permanecer ingenuo? Parece ser que sí: Juan Carlos de Borbón aún no ha
entendido lo que le ha pasado y se desnuda en el libro intentando enseñar su
perfil atractivo, como si este gesto bastara para exorcizar sus sombras. Es muy
significativo, por tanto, que él mismo, en su perfil maquillado, subraye el
respeto que siente por Franco y su visión de España.
Éste es el testimonio más alto
posible de lo que siempre han sostenido la extrema izquierda y el nacionalismo
catalán y vasco. El propio rey emérito les da la razón: la democracia se
construyó sobre los cimientos de la España de Franco: el ejército, el sistema
judicial y funcionarial, las élites económicas y sus vínculos con las grandes
empresas estatales (que después Aznar privatizaría, rejuveneciendo a la clase
dirigente).
Este entramado, que define a las
élites españolas de ayer y de hoy, no solo quedó perfectamente respetado, sino
que, superada la prudencia de los primeros años, recuperó con Aznar la
retórica, los valores y la voluntad de imperar de forma indiscutida. Lo están
consiguiendo. Ahora viven una crisis interna de liderazgo, pero de la suma de
PP y Vox saldrá un bloque de poder incontestable que intentará (y me temo que
conseguirá) decantar la actual democracia hacia la línea iliberal, nacional
populista, que se expande con Trump por Occidente.
El antifranquismo moderado eligió
el pacto con los franquistas para construir la democracia sobre la base de la
reconciliación. Creíamos sinceramente (también ingenuamente) en ella. Los
catalanes la practicábamos desde 1947 (entronización de la Virgen de
Montserrat) y el partido comunista desde 1956. Defendíamos la reconciliación
porque la guerra civil no puede fundamentar un orden moral democrático. Pero
detrás de nuestros cánticos ingenuos (Espriu y La pell de brau )
anidaba la impotencia: Franco murió en la cama y tuvo un entierro faraónico.
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