Ha muerto Santiago Carrillo. Es el momento en que todos los medios
hablan de su papel en la transición democrática, de su trabajo en la lucha
antifranquista, también de las sombras en su pasado. Déjenme contarles un recuerdo
que tengo de él, muy personal y referido a un episodio sin apenas importancia
en la trayectoria del personaje. Pero es mi recuerdo.
Yo era un niño de once años, y se acercaban las elecciones
generales de 1986. Nuestro profesor Don Ignacio nos propuso el siguiente
ejercicio. Los alumnos preguntaríamos a nuestras familias y a nuestros
conocidos mayores de edad a quién pensaban a votar en las próximas elecciones
(siempre recordándoles, eso sí, que el voto es secreto y que tenían perfecto
derecho a no contestarnos). Anotaríamos cuidadosamente sus respuestas y unos
días después pondríamos en común nuestros “datos” en clase. A partir de esa
muestra de votantes, nuestro profesor nos explicaría cómo se repartirían los
diputados de Madrid en caso de que ese fuera el resultado electoral. Así
aprenderíamos no sólo lo difícil que es hacer encuestas, sino cómo se eligen
nuestros representantes democráticos (sí, la ley d’Hondt mis compañeros de
clase y yo la aprendimos con once años en un colegio público de la periferia de
Madrid). Muchos niños sólo recogieron los “votos” de sus padres. Yo, seguramente por la hiperpolitización de mi entorno familiar, recogí muchos más. Recuerdo mi impaciencia por conocer el resultado del “escrutinio”. Es una impaciencia muy mía, y que no se me ha quitado desde entonces. Ya sé que no es muy normal, pero a día de hoy miro el reloj compulsivamente para saber cuánto queda para que haya datos provisionales de los resultados de las elecciones holandesas. No creo que sea algo (muy) malo.
Pero volvamos al formidable experimento que estábamos haciendo en aquella clase de 5º de EGB. Con la solemnidad con la que Don Ignacio siempre escribía en la pizarra, empezaron a aparecer los resultados. El PSOE de Felipe González ganaba de manera holgada. Pero la recién creada Izquierda Unida obtenía unos resultados sorprendentemente buenos, casi empatando con la Alianza Popular de Fraga y superando al Centro Democrático y Social de Suárez. Santiago Carrillo, que había formado su propio partido (“Mesa para la Unidad de los Comunistas. Partido de los Trabajadores de España – Unidad Comunista” lo llamó, sin duda aconsejado por algún experto en comunicación política que acabaría tres décadas después asesorando a Mitt Romney) aparecía en un honroso quinto lugar, y de acuerdo al reparto de escaños ideado por D’Hondt, le correspondían nada menos que tres diputados por la circunscripción de Madrid.
No recuerdo que mi profesor (de ideología con toda seguridad conservadora) hiciera ni un solo gesto de sorpresa, aprobación o desdén. Miraba aquellos resultados con respeto, incluso con veneración. Subrayaba en la pizarra los porcentajes de voto y anunciaba ceremoniosamente los números de diputados de cada candidatura. Aquellos niños de once años de la periferia de Madrid estábamos recibiendo una impagable lección de democracia. “Así que Carrillo seguirá siendo diputado”, fue la reacción de mis padres al contarles nuestro recuento. A mí me parecía lo más normal del mundo que el hombre cuya cara había servido para empapelar mi barrio obtuviera su escaño en las Cortes Generales.
Llegó el día de la elección. Nuestro colegio se llenó de urnas e interventores, y los padres que habían contestado a nuestra encuesta buscaban las papeletas de los partidos cuyos nombres había escrito Don Ignacio con tizas de colores en la pizarra de mi clase. Al día siguiente los diarios publicaron los resultados. Ante mi sorpresa, sólo 64000 madrileños, un 2,5% de los votantes, eligieron la papeleta de la Mesa para la Unidad de los Comunistas. A Carrillo le faltaron 13.000 votos para superar el umbral del 3% que, según nos había explicado Don Ignacio, exigía la ley electoral para poder entrar en el Parlamento. Los padres de mi colegio querían que Carrillo fuera uno de nuestros representantes, pero más allá de nuestros padres, más allá de nuestro barrio, más allá de nuestra ciudad industrial de la periferia de Madrid había gente que prefería que nuestros representantes fueran otros, y ellos eran muchos más. Santiago Carrillo nunca volvió a ocupar un escaño en las Cortes de la Carrera de San Jerónimo.
Para acabar, déjenme completar esta historieta robándole a mi
amigo Pablo un recuerdo que ayer colgó en twitter. Carrillo, decía, fue a su
pueblo cuando él tenía 16 años y le firmó un manual de historia de España. Me
gusta pensar que eso es Carrillo para nuestra generación. Una clase de
democracia en un colegio de la periferia y un autógrafo en el libro de historia
de un adolescente. Casi ná.
José Fernandez-Albertos
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